Cuando mi niñez se debatía entre el crepúsculo y la noche, a mediados de los años 80, conocí a Nina, en unos cursos de Verano de la Gran Unidad (Cuando me refiero a la Gran Unidad, es sabido, me refiero a la GUE Leoncio Prado)... Nina era una gracia dormida entre haikus y romanzas, una mujer cuyos brazos me trasladaban -como saetas imaginarias- hacia los vericuetos de unos paisajes y experiencias en los cuales las texturas y los colores tenían un fulgor y una cadencia particular. Era dos años mayor que yo, pero sus labios, sus mejillas encendidas y su mirada dulcificada, la convertían en una mujer sin edad, sin tiempo, como una Scatagh huanuqueña condenada perennemente a ser bella... Ella apareció esplendente cerca al verde pashpa del tercer patio de la GUE donde todos correteábamos jugando a la pega-pega, ensayando vuelos malditos de arquero estilo Mitiguel Sinti, imaginando safaris increíbles a la manera de Stewart Granger, escalando el Kero y el Aríbalo de concreto que ornaban con sus figuras sólidas el patiecito sepia aquél... Como una brisa fresca nos envolvió de pies a cabeza con sus ojos de bóveda, sus poemas de Michaux, Poe, Rilke y Baudelaire, y su dulcísima risa que corría a borbollones como un río inmemorial. Su talante de “principesa” combinado con una cristalina sencillez nos conquistó de inmediato, y andábamos embobados en torno a ella, como unos cometas alborotados girando alrededor de su calor... Los paréntesis de quince minutos que se nos daba entre curso y curso en aquellas mañanas de enero a marzo, fueron radicalmente diferentes desde entonces. Jamás olvidaré sus mohines, su andar pausado y agradable, su delicada cerviz rodeada por una sobria pañoleta, y el aroma a ficus y a flores frescas que despedía su cuerpo...
Recuerdo que ella, entre otras cosas, nos enseñó unas cuantas canciones: “Confesiones de Invierno”, “Plegaria para un niño dormido”, “La Balsa”, “Rasguña las piedras”, y de sus labios por vez primera oí nombrar a Charly García, “Los Gatos”, Luis Alberto Spinetta, Lito Nebbia, “Sui Generis”, “Seru Girán”, “Sumo”, “Vox Dei”, “Arco iris”, y León Gieco... Poseía una colección de discos de vinilo y una hilera inmensa de casetes novedosos de esos grupos y cantantes argentinos que su primo, estudiante de Medicina en la UBA, le regalaba cada vez que volvía de Buenos Aires. Motivados por la curiosidad y la novedad, nos juntábamos en la casa del “Pollo” Tuesta para escuchar embobados aquella interesante fusión de música, poesía y mucho ímpetu. Años más tarde, estas vertientes de rock rioplatense se establecerían como referencia de los para entonces adolescentes de mi generación; en esos tiempos escuchábamos con fervor a “Los abuelos de la nada”, “Virus”, “Rift”, Baglietto, a un tal Fito Páez, “Los Violadores”, “Soda Stereo”, “GIT”, Miguel Mateos y Zas, “Los fabulosos Cadillacs” “Los Redonditos de Ricota”, “Instrucción Cívica”, ”Suéter”, “Los enanitos verdes” y algunos otros nombres que no logró rememorar. Descubriríamos también a “Frágil”, “Río”, “Trama”, Dudó”, “Autocontrol”, Micky González, Gerardo Manuel, “Arena Hash”, “Los Prisioneros”, “El Tri”, y claro, los que éramos parte de la cofradía del rock en castellano y latinoamericano, no comulgábamos -por así apuntarlo- con el rock descafeinado elaborado por unos franchutes que se hacían llamar “Indochina” o con esos cojinovones españoles “Los Hombres G”, que nos parecían endebles y ñaños edulcorados, y nos daban arcadas de solo oír las letras poco trabajadas de sus canciones... (Ahora me causan risa esas posturas de adolescentes militantes y radicalizados, pero, quizá era nuestra forma de construir espacios y señales de pertenencia, o una forma de crear una comunidad de gustos y afinidades, no lo sé...).
Nina… Nina. Su recuerdo me resulta ahora grato y perdurable. Nina, fue una mujer estupenda que en la infancia me permitió soñar con ella, y asirla imaginariamente sin resquebrajar ese estado apacible de trance y algarabía. Nina. Nina. ¿Cómo no recordarla? Ella me dio el primer beso a media boca antes del fin de ese verano, un beso que me dejo maravillosamente atónito y a unos pasos de la felicidad total. Nina. Te quise como solo quieren los niños: con una entrega total e inmensurable. Nina, intuyo que sabías que lo “nuestro” sería solo remitirse a aquel instante del medio beso, colmado de magia y candor, y a nuestras caricias atiborradas de estupor e inocencia. Nina. Nina... La amé como quien ama una idea o un firmamento más vasto aun: una ideología, una ideología de la belleza y la pureza, una ideología de su imagen, que años más tarde me permitió “construir” una imagología de Grisel –otra mujer que me impactó- fusionado al de ella...
Cuando estoy en Huánuco, cada vez que paso caminando por algunos lugares que fueron parte de mi infancia y que ya no están, me detengo un instante, para rememorar las construcciones, fachadas y negocios que ya no existen… Son signos de la modernidad, me digo, ya que nadie podrá detener esas mutaciones, que no habrá vuelta atrás, que mi nostalgia se hará aun más grande por los barrios que han cambiado y por los paisajes de mi niñez irremediablemente perdidos… Los paisajes de mi niñez…Nina me reveló algunos lugares que no olvido: sobre el Jirón Huallayco, un almacén, “El Barco” -para comprar dulces, figuritas y álbumes-; en la Plazoleta Santo Domingo, “El árbol del Amor” –“que bonito, ¿no? Tienen raíces distintas y sin embargo...”-; frente al frontis de la Gran Unidad, “un lugar alucinante Rick”, “Billie Joel” -para adquirir casetes a muy buenos precios-; cerca al Cementerio General, el “puente rarísimo de Tingo Chico, vaya uno a saber porque lo construyeron así...”. Y reía, y me jaloneaba las mangas de la camisa tan dulcemente... No la volví a ver después de aquel curso. La perdí de vista durante un largo tiempo. A veces la buscaba en los lugares habituales donde solía ir, pero quiso tal vez guarecerse en alguna otra ciudad o en un poema de Girri, esfumándose para siempre de mi vida de niño...
Hace unos años atrás, en uno de mis espaciados regresos a Huánuco, la vi, o creí verla, cerca del denominado “Árbol del Amor”, en la plazoleta Santo Domingo, paseando con un bebé en brazos, acariciándolo con una ternura inagotable… La miré bajo el retozo de sombras que proyectaba dicho árbol, iluminada por las luces de unos faroles formidables, la observé de soslayo, discretamente, y algo dentro de mí me dijo que era ella... No me reconoció o fingió no reconocerme, pero estaba igual de hermosa, impoluta y deslumbrante. Estaba igual, como una esfinge o como un símbolo que no conocerá la vejez. Quise susurrar, balbucear algo, pero enmudecí. Quise acercarme a ella, saludarla, abrazarla, decirle tantas cosas, pero algo me detuvo, algo que no sé determinar o definir ahora. Pasé de largo y en silencio, tímidamente, caminé unos pasos, y otros y otros, me arrepentí, frené, y cuando me di vuelta, ya no estaba, ya no…
Adiós Nina, bajo el cielo triste y mustio de esta tarde, algunos recuerdos gratos de la infancia vinieron a poblar los desiertos patios de mi soledad; te evoqué y fuiste un bálsamo dulce Nina; serás mientras viva, el agradable recuerdo de mi primer beso. Adios, y gracias por volver como añoranza, para acompañarme en este ocaso frio y gris.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario