Ella murió tantas veces bajo el otoño frio de Córdoba. Se inmolaba cada vez que podía tratando de rescatarme de las garras de la soledad y la melancolía. A veces, solo a veces, me encontraban sus manos de los cuales me asía para escapar de esos reinos sórdidos y grises. Esas fugas y mi renuencia por volver a esos territorios habitados por mí, solo subsistían unos pocos días o unas cuantas horas; de poco valía refugiarme en el inmenso amor de Zita, o cubrirme con sus labios de seta escarlata, escudarme con sus pechos tan grandes y blancos como el Huayhuash o sumergirme en sus ojos de cielo y tierra… Ella fue mi ciudad tranquila impregnada de aire de mar y rio, fue mi espacio donde disfrutaba la deliciosa lentitud de las horas y de los días. Ella fue una canción bajo los pórticos de una penumbra a la cual me asía para guarecerme de las nieblas de la profunda soledad que desde siempre me hostiga. Sus ojos fueron una ráfaga cálida en los días calmos de mi vida, a veces también fueron los candiles tibios que iluminaban las calles frías de mis noches.
Zita, de niño creía que los que se morían eran siempre los otros, aquellos a quienes no conocía o no quería lo suficiente, y a medida que iba creciendo fui subordinándome a la certeza de que la muerte es tan inevitable como la vida; es un concepto que se admite con un sino de resignación y lejanía, pero cuando ese acontecimiento llega tan de golpe, sin rodeos y sucede tan cerca de uno, la sensación de un gran vacío y pérdida se instala en nuestro interior de manera profunda y dolorosa … Zita, desde tu partida, se que algo en mi ha muerto junto contigo, desgarrando y resquebrajando por dentro la mitad de esa ciudad repleta de esperanzas que construimos en los ingentes espacios imaginarios de nuestras vidas… hay unas ruinas y unas sombrías desolaciones en las calles de esa ciudad que serán imposibles de recuperar; es una urbe muda y parece tan vacía y tan opaca que parece un enfermo ausente y terminal… como esa ciudadela, se que muero, Zita, de a pocos y de a pedacitos día a día.
Zita, de niño creía que los que se morían eran siempre los otros, aquellos a quienes no conocía o no quería lo suficiente, y a medida que iba creciendo fui subordinándome a la certeza de que la muerte es tan inevitable como la vida; es un concepto que se admite con un sino de resignación y lejanía, pero cuando ese acontecimiento llega tan de golpe, sin rodeos y sucede tan cerca de uno, la sensación de un gran vacío y pérdida se instala en nuestro interior de manera profunda y dolorosa … Zita, desde tu partida, se que algo en mi ha muerto junto contigo, desgarrando y resquebrajando por dentro la mitad de esa ciudad repleta de esperanzas que construimos en los ingentes espacios imaginarios de nuestras vidas… hay unas ruinas y unas sombrías desolaciones en las calles de esa ciudad que serán imposibles de recuperar; es una urbe muda y parece tan vacía y tan opaca que parece un enfermo ausente y terminal… como esa ciudadela, se que muero, Zita, de a pocos y de a pedacitos día a día.
Vivo a una cuadra de una iglesia al cual nunca me animé a ingresar, ni siquiera por curiosidad; cada vez que sus campanas tañen siento que lo hacen con una cadencia herida y melancólica. Doblan las campanas y pienso en ella, en lo mucho que la quise. Alguna vez le dije que no sería mala idea envejecer con ella a mi lado… Ha pasado todo tan de prisa desde el día en el cual te marchaste Zita, que aun quiero creer que estás de viaje y que regresarás en uno de estos días. Es una idea recurrente y balsámica, pero lo cierto es que te extraño demasiado, y esa es una de las razones del porque todos los días voy a dejarte unas flores en el lugar que yaces… Te extraño muchacha alegre, te extraño y mucho.
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